(This article is also available in English here. La presente traducción es cortesía del autor.)
El 4 de enero de 2022, la administración Biden anunció que extenderá el reconocimiento a Juan Guaidó como presidente interino de Venezuela por un año más. Guaidó se atribuye la presidencia de Venezuela basándose en una controvertida interpretación de un artículo de la Constitución que permite al presidente de la Asamblea Nacional, en ausencia de un presidente electo, hacerse cargo temporalmente del gobierno mientras se convocan nuevas elecciones. Dado que la reelección de Nicolás Maduro en 2018 no fue libre ni justa, afirman los partidarios de Guaidó, el presidente de la Asamblea Nacional en el momento en que comenzó un nuevo mandato presidencial debe continuar en el cargo hasta que Maduro abandone el poder. El lunes 3 de enero de 2022, en horas de la noche, un grupo de legisladores de la Asamblea Nacional electa en 2015 reafirmó esta interpretación para extender la presidencia interina de Guaidó por un año más.
La legitimidad de la presidencia de Guaidó es endeble, tanto legal como políticamente. Nunca ganó una elección nacional, su mandato como legislador expiró hace más de un año y sus cifras de aceptación en las encuestas son tan bajas como las de Maduro. Su interpretación de la Constitución es muy controversial, especialmente después de que expiró el mandato de cinco años de la Asamblea Nacional, el 5 de enero de 2021. La administración de fondos públicos bajo su responsabilidad ha sido objeto de intensas críticas, incluso por parte de los principales miembros de su coalición, por su falta de transparencia y los escándalos de corrupción en el manejo de compañías estatales en países que lo reconocen como presidente. La decisión del lunes contó con el apoyo de menos de la mitad de los legisladores principales electos en 2015, aunque el recuento oficial se infló debido a la cuestionable práctica de incorporar suplentes de diputados que no reconocen la validez de las sesiones.
Muchos de los que apoyan internacionalmente a Guaidó reconocen lo problemática de su reivindicación a la presidencia, pero argumentan que se necesita el reconocimiento continuo de su gobierno interino para impedir que Maduro acceda a los fondos de la nación en el extranjero y los use para consolidar su gobierno. El argumento ilustra todo lo que está mal en la política hacia Venezuela que el presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, heredó de su predecesor y que está continuando.
La idea central de la estrategia de “máxima presión”, implementada por Trump y Biden a través de sanciones económicas y la transferencia del control de los fondos del gobierno venezolano al gobierno interino de Guaidó, es que privar al país de los fondos necesarios para sostener su economía traerá consigo el cambio de gobierno. No lo ha hecho y no lo hará. Simplemente contribuirá a empeorar la crisis humanitaria del país, alimentará la animosidad hacia Estados Unidos, profundizará las divisiones de la oposición y debilitará a la sociedad civil.
En un nuevo estudio publicado como parte del Proyecto de Investigación sobre Sanciones y Seguridad, sostengo que las sanciones económicas de Estados Unidos hacia Venezuela, que, a diferencia de las de otras naciones, bloquean el acceso del país a los mercados financieros y de exportación, han jugado un papel crucial. al limitar el acceso del país a divisas extranjeras, lo que contribuyó a un colapso del 72 por ciento en el ingreso per cápita del país -el equivalente a cuatro Grandes Depresiones- y la mayor contracción jamás documentada en América Latina. Los datos muestran que la producción de petróleo se contrajo después de cada decisión de EE.UU. de endurecer las sanciones, mientras que un análisis detallado de la evolución temporal de la producción de las empresas productoras de petróleo muestra que las empresas con acceso al crédito antes de las sanciones sufrieron en mayor proporción las consecuencias de las órdenes ejecutivas de EE.UU. que prohibieron el acceso a los mercados de capitales. Según estimaciones econométricas presentadas en el estudio, las sanciones de Estados Unidos son responsables de al menos la mitad de la disminución de la producción de petróleo de Venezuela desde 2017, privando al país de los ingresos en moneda extranjera necesarios para importar bienes esenciales y sostener su economía.
Poner de rodillas a una economía, arrebatándole su capacidad de comprar bienes para promover un cambio político es cruel, inhumano y contrario al derecho internacional. Es el equivalente moderno de un estado de sitio: el intento de someter a las ciudades de hambre, lo que hoy se considera un crimen de guerra. Los ataques deliberados contra la población civil no deberían tener cabida en la política exterior de una nación civilizada. La Unión Europea y Canadá, entre otros, se han limitado explícitamente a la adopción de sanciones individuales a los funcionarios del régimen, y los líderes europeos declaran explícitamente que nunca considerarán sanciones que perjudiquen a todos los venezolanos. Es vergonzoso que Estados Unidos sea un caso atípico en este tema.
Los apologistas de las sanciones han tratado de enturbiar la discusión argumentando que es Maduro -y no las sanciones- el culpable de la difícil situación de Venezuela. Este argumento es falaz y engañoso. Ningún trabajo académico serio ha intentado jamás negar que las políticas de Maduro contribuyeron a la crisis económica del país. Estados Unidos debería buscar diseñar políticas que no aumenten el sufrimiento de los venezolanos, en lugar de simplemente argumentar que no está causando tanto daño como Maduro.
Entre las principales razones por las que la administración Biden ha mantenido la estrategia fallida de Trump está el temor de antagonizar a grupos de exiliados cubanos y venezolanos en el estado de Florida. Es comprensible que aquellos que han huido de regímenes autoritarios brutales favorezcan una estrategia de línea dura en su contra, pero rara vez es una buena idea dejar que estos grupos se encarguen de diseñar políticas hacia sus países de origen. Ronald Reagan lo entendió cuando, en 1987, haciendo caso omiso a los llamados de grupos de oposición polacos de línea dura, escuchó la solicitud de Lech Walesa y el Papa Juan Pablo II de levantar las sanciones a la economía polaca. Lejos de ser un obstáculo para la transición polaca, el levantamiento de las sanciones hizo posible la firma de los Acuerdos de 1989 que condujeron a la exitosa transición de Polonia a la democracia. Una extensa literatura demuestra que las sanciones rara vez son efectivas para lograr un cambio de gobierno y, a menudo, terminan fortaleciendo a los regímenes.
Como lo fue para Donald Trump, la política de Biden en Venezuela ha sido un fracaso. Como era de esperarse, la política de Washington ha alimentado una profunda animosidad hacia Estados Unidos. Como se describe en mi informe, el 76 por ciento de los venezolanos se opone a las sanciones petroleras estadounidenses, mientras que el 53 por ciento tiene una opinión negativa de Biden. La impopularidad de las sanciones y la estrategia maximalista respaldada por Estados Unidos han contribuido a impulsar un profundo cisma en la oposición venezolana. En las recientes elecciones regionales, los partidos centristas opuestos a Guaidó y críticos con las sanciones económicas se llevaron alrededor de un tercio de los votos nacionales. La división en el voto de la oposición permitió a los partidarios de Maduro obtener la victoria en 19 de las 23 elecciones estatales, a pesar de recibir menos de la mitad del voto nacional.
La política de Estados Unidos hacia Venezuela necesita una revisión profunda. Su principal enfoque debe ser apoyar iniciativas para aliviar el sufrimiento de los venezolanos y ayudar al país a salir de su profunda crisis económica y humanitaria. Estados Unidos y la comunidad internacional deben fomentar las negociaciones entre el gobierno y una representación verdaderamente plural de grupos de oposición y organizaciones de la sociedad civil, que deben tener como objetivo el crear un marco que permita que los ingresos y depósitos del petróleo en el exterior se utilicen para comprar bienes esenciales para abordar la crisis humanitaria del país, todo bajo supervisión internacional.
Las sanciones individuales a los funcionarios del régimen contra quienes hay pruebas creíbles de corrupción o violaciones de derechos humanos deberían seguir teniendo un lugar en la política estadounidense, como lo tienen en el enfoque de otras naciones. Por el contrario, las medidas destinadas a toda la economía deberían eliminarse gradualmente. Hacerlo no permitirá que Maduro acceda a depósitos en el extranjero, porque seguirá careciendo de reconocimiento internacional como presidente de Venezuela. Pero Estados Unidos debería dejar de apoyar el reclamo legalmente cuestionable de una facción no representativa de la oposición de administrar los fondos del país en el exterior. En cambio, debería apoyar el nombramiento de una junta supervisora no politizada y sujeta a altos estándares de transparencia y rendición de cuentas, que se encargue de las cuentas de la nación en el exterior.
La ambigüedad y la ausencia de una guía clara con respecto a las reglas emitidas por la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC) del Departamento del Tesoro de los EE.UU. han resultado en un sobresumplimiento (overcompliance) masivo que ha llevado a las instituciones financieras a restringir severamente las transacciones de venezolanos no relacionadas con el gobierno de Maduro. La OFAC debería comenzar a asumir la responsabilidad de establecer si existen razones para bloquear transacciones. Puede comenzar por emitir una lista de entidades autorizadas previamente para llevar a cabo programas humanitarios en Venezuela, así como por establecer un procedimiento de vía rápida para atender solicitudes relacionadas con iniciativas humanitarias.
La reforma de la política de sanciones no necesariamente devolverá la democracia a Venezuela. Los regímenes autoritarios como el de Maduro son difíciles de desalojar, y la comunidad internacional debe aceptar el hecho de que las herramientas a su disposición para hacerlo son limitadas. Lo que Estados Unidos debe hacer es revertir drásticamente una política de sanciones fallida que exacerba el sufrimiento de millones de personas a las que no se debería obligar a pagar el costo de las atrocidades de su gobernante.