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Las recientes declaraciones del presidente electo Donald Trump sobre la política exterior de su administración hacia Canadá, Groenlandia y el Canal de Panamá han suscitado consternación internacional. En particular, sus declaraciones sobre la anexión de Canadá, Groenlandia y el Canal de Panamá -la primera en sus palabras mediante el “uso de la fuerza económica”, las dos restantes con la posibilidad de la fuerza militar explícitamente sobre la mesa- han sido lo suficientemente preocupantes como para inspirar a los líderes extranjeros a responder.

Lo que ha faltado en los comentarios y análisis es un tratado regional que sirve a los intereses de seguridad nacional de Estados Unidos. De hecho, sería prudente que el equipo de seguridad nacional de la administración entrante asegurara al mundo el compromiso continuado de Estados Unidos con el tratado, ya que es un baluarte contra la agresión militar en la región. Las solas declaraciones de un presidente entrante debilitan los fundamentos de este acuerdo jurídico internacional.

En medio de la justificada preocupación por los descarados “designios imperialistas“, la nueva administración entrante haría bien en considerar las obligaciones que le impone el derecho convencional de defender los territorios afectados. No me refiero aquí al Tratado del Atlántico Norte de 1949 -aunque Canadá y Dinamarca (bajo cuya jurisdicción se encuentra Groenlandia) son miembros de la OTAN, el artículo 5 del mismo también obliga a Estados Unidos a ayudar a dichos aliados en caso de que se produzca un ataque armado contra ellos. Las obligaciones legales que la segunda administración Trump puede tener respecto a Canadá, Groenlandia y, de hecho, Panamá, se refieren a un tratado más antiguo que es precursor de la OTAN: el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca de 1947, también conocido como el “TIAR” o el “Tratado de Río”, del que Estados Unidos es miembro fundador.

Concebido en los fuegos de la Segunda Guerra Mundial y construido sobre precedentes como la Declaración de Panamá de 1939, la Declaración de La Habana de 1940 y el Acta de Chapultepec de 1945 -todos ellos instrumentos destinados a proteger a las Américas del conflicto europeo en curso-, el Tratado de Río ha sido caracterizado como la “multilateralización de la Doctrina Monroe” debido a su principio general de solidaridad continental frente a un ataque contra cualquier país situado en el hemisferio occidental. Así pues, se hace necesario comprender mejor el “qué”, el “quién” y el (quizá más importante) “dónde” de este instrumento de defensa continental mutua.

¿Qué exige el Tratado de Río?

En cuanto a la primera cuestión, lo que el Tratado de Río proporciona es una arquitectura jurídica para la defensa colectiva del continente americano, basada en el principio de solidaridad continental (Preámbulo, párrafo 3; Art. 3, párrafo 2), de forma similar a lo que el Tratado de la OTAN hace para la región del Euroatlántico. Así, el apartado 1 del artículo 3 del Tratado de Río establece que:

Las Altas Partes Contratantes convienen en que un ataque armado por parte de cualquier Estado contra un Estado Americano, será considerado como un ataque contra todos los Estados Americanos, y en consecuencia, cada una de dichas Partes Contratantes se compromete a ayudar a hacer frente al ataque, en ejercicio del derecho inmanente de legítima defensa individual o colectiva que reconoce el Artículo 51 de la Carta de las Naciones Unidas“.

Pero el Tratado de Río va aún más lejos. Más allá de la justificación tradicional para ejercer el derecho de legítima defensa, a saber, un ataque armado, el Art. 6 amplía los motivos para la activación de este instrumento de defensa mutua. Poco después de su creación, Joseph Kunz sistematizó en su día todas las hipótesis incluidas en el Tratado de Río de la siguiente manera:

“(1) Ataque armado dentro de la región del Artículo 4 [más información sobre esta región más adelante], por un Estado no americano o por un Estado americano;
(2) Ataque armado fuera de la región del Artículo 4, pero dentro del territorio de un Estado americano;
(3) Ataque armado fuera de la región del Artículo 4 y fuera del territorio de un Estado americano;
(4) Agresiones que no sean ataques armados, ya sea dentro o fuera de la región del Artículo 4;
(5) Amenazas de agresión, conflictos extracontinentales o intercontinentales, o cualquier otro hecho o situación que pueda poner en peligro la paz de América” (p. 115)

Así, las condiciones para la activación de este pacto de legítima defensa colectiva, aunque se basan en la justificación tradicional del ataque armado consagrada en el Art. 51 de la Carta de la ONU, son también bastante amplias, ya que abarcan actos de agresión que podrían no considerarse ataques armados. Un caso importante, al que volveré al final de este ensayo, es la activación del Tratado de Río por parte de Estados Unidos a raíz de los atentados terroristas del 11-S, que, se interpreten o no como un “ataque armado”, ciertamente se calificaron como un hecho o una situación que ponía en peligro la paz del continente y del mundo.

Las medidas que pueden desplegarse para hacer frente a tales ataques o actos de agresión también se regulan en el Art. 8 del Tratado de Río, que refleja la lógica de la escalada incorporada en los Arts. 41 y 42 de la Carta de las Naciones Unidas:

Para los efectos de este Tratado, las medidas que el Órgano de Consulta acuerde comprenderán una o más de las siguientes: el retiro de los jefes de misión; la ruptura de las relaciones diplomáticas; la ruptura de las relaciones consulares; la interrupción parcial o total de las relaciones económicas, o de las comunicaciones ferroviarias, marítimas, aéreas, postales, telegráficas, telefónicas, radiotelefónicas o radiotelegráficas, y el empleo de la fuerza armada“.

Es importante subrayar aquí que tales medidas adoptadas por el Órgano de consulta de los Ministros de Asuntos Exteriores de los Estados parte del tratado son vinculantes para cada signatario del Tratado de Río en virtud del Art. 20 del mismo, “con la sola excepción de que ningún Estado estará obligado a emplear la fuerza armada sin su consentimiento”. Teniendo en cuenta esta salvedad, el profesor Gene A. Sessions afirmó que “[e]l tratado convertía así el derecho de legítima defensa colectiva en el hemisferio occidental en una obligación” (p. 269).

¿Quién tiene la obligación de hacer cumplir el Tratado de Río?

En cuanto al “Quién” o los Estados sobre los que recaen dichas obligaciones, también es importante destacar que el Tratado de Río distingue entre “Estados” (es decir, cualquier Estado del mundo), “Estados Americanos” (es decir, cualquier Estado ubicado en las Américas, ya sea América del Norte, Central o del Sur, así como los Estados del Caribe), y finalmente las “Altas Partes Contratantes” (es decir, aquellos países que firmaron y ratificaron el tratado). Cabe destacar que Estados Unidos es miembro fundador del Tratado de Río y Estado parte de este instrumento, al igual que Panamá. En cambio, Canadá y Dinamarca no lo son. Por lo tanto, las obligaciones establecidas en el Tratado de Río vinculan a Estados Unidos allí donde se den las condiciones mencionadas que desencadenan el tratado, lo que nos lleva a la tercera pregunta sobre el alcance territorial de este instrumento.

¿Dónde se aplica el Tratado de Río?

De hecho, el “¿Dónde?” es quizá la pregunta más importante sobre el Tratado de Río en el contexto del actual debate sobre la expansión neoimperialista de Estados Unidos. El artículo 4 del Tratado de Río define con todo detalle los contornos de una Zona de Seguridad Interamericana que se extiende desde el polo norte hasta el polo sur, abarcando la totalidad del continente americano y el Caribe, así como Groenlandia, pero excluyendo a Islandia. Esto significa que, sean o no signatarios del tratado, Canadá y Dinamarca (en lo que respecta a su territorio de Groenlandia) también están incluidos en el ámbito territorial de este instrumento, una consideración jurídica crucial que no se ha debatido suficientemente en la controversia actual.

¿Cuál es la importancia práctica del Tratado de Río?

Por último, quizá el punto más relevante para los responsables políticos en estos momentos sea la pregunta “¿Y qué?”. ¿Qué importa que una vieja reliquia de la Guerra Fría incluya en su ámbito territorial las regiones que están bajo la lupa durante la transición presidencial estadounidense de 2024-2025? El Presidente electo ha declarado abiertamente que uno de los principales motores de su impulso expansionista de los últimos tiempos es la seguridad nacional. Ese interés vital -la seguridad nacional- también se encuentra en el corazón de un acuerdo de seguridad colectiva como el Tratado de Río, sólo que ampliado a escala continental. Eso incluye a Canadá, Groenlandia y Panamá, todos ellos lugares en los que Estados Unidos puede verse ya legalmente obligado a cumplir las medidas adoptadas por los Estados parte del Tratado de Río en caso de que se materialice una amenaza para la seguridad nacional y continental en el hemisferio occidental. Después de todo, el Tratado de Río es muy claro cuando dice que “cualquier otro hecho o situación que pueda poner en peligro la paz de América” puede activar las medidas de seguridad previstas en dicho instrumento. Mucho más barato y práctico que comprar Canadá o comprar/ocupar Groenlandia y el Canal de Panamá sería activar este instrumento de seguridad colectiva, en cooperación con todos los demás signatarios, en caso de que la seguridad nacional y regional se vieran realmente amenazadas. En otras palabras, el tratado está diseñado para proporcionar la misma seguridad que preocupa al Presidente electo. El tratado también está diseñado para salvaguardar los intereses estadounidenses y regionales de forma más amplia frente a agresiones extranjeras en cualquier lugar de esta parte del hemisferio occidental.

En este sentido, puede ser útil concluir echando la vista atrás y revisar el historial del Tratado de Río en la práctica. Empezando por algunas invocaciones durante la Guerra Fría por motivos políticos, el Tratado de Río tiene un historial desigual en lo que se refiere a su eficacia. No se activó de forma efectiva cuando el Reino Unido y Argentina entraron en guerra por las islas Malvinas/Falklands en el Atlántico Sur (posiblemente porque el ataque armado en aquella ocasión fue iniciado por un dictador argentino contra una potencia europea que resultó ser aliada de Estados Unidos). Sí se activó en 2019 para presionar política y económicamente al régimen de Maduro en Venezuela, permitiendo la aplicación de sanciones inteligentes, pero con escaso efecto a la larga y con un fundamento jurídico bastante endeble tras la inspección de la letra y el espíritu del tratado (como se explica aquí y aquí).

Al mismo tiempo, el Tratado de Río se ha activado en algunos de los momentos más críticos de la historia estadounidense, cuando ha habido amenazas existenciales a la seguridad nacional de Estados Unidos y, por implicación, a la seguridad de todo el continente: En 1962, en plena crisis de los misiles cubanos; y de nuevo en 2001, tras los atentados terroristas del 11-S, cuando también se invocó otro instrumento de la Guerra Fría, el tratado de la OTAN.

Con todos estos antecedentes en la mano, la administración estadounidense entrante haría bien en hacer balance, no sólo de los activos (presentes o potenciales) con los que cuenta Estados Unidos, sino también de sus pasivos y de sus obligaciones internacionales dentro del hemisferio que habita. El efecto dominó de debilitar los acuerdos diplomáticos y legales de seguridad existentes en la región no beneficia a los intereses de Estados Unidos ni de la región.

 

Imagen: Mapa de la bandera de las Américas (Patchman123 – Wikimedia Commons)